Poemas


A CÁNDIDA

A S.M. EL REY

A TERESA DE JESÚS

A UN RICO

A UN SABIO

ADORACIÓN

ALMAS

ANA MARÍA

ARA Y CANTA

CASTELLANA

CUENTAS DEL TÍO MARIANO

DEL VIEJO EL CONSEJO

EL AMO

EL BARBECHO

EL EMBARGO

LA ESPIGADORA

LA PEDRADA

LA VELA

LAS SEQUÍAS

LAS SUBLIMES

LO INAGOTABLE

LOS DICHOS DEL TÍO FABIÁN

NOCHE FECUNDA

POR QUÉ?

QUIERO VIVIR!

SOLEDAD

UN DON JUAN

VIRGILIO






A CÁNDIDA

I

¿Quieres, Cándida saber
cuál es la niña mejor?
Pues medita con amor
lo que ahora vas a leer.

La que es dócil y obediente,
la que reza con fe ciega,
con abandono inocente.
la que canta, la que juega.

La que de necias se aparta,
la que aprende con anhelo
cómo se borda un pañuelo,
cómo se escribe una carta.

La que no sabe bailar
y sí rezar el rosario
y lleva un escapulario
al cuello, en vez de un collar.

La que desprecia o ignora
los desvaríos mundanos;
la que quiere a sus hermanos;
y a su madrecita adora.

La que llena de candor
canta y ríe con nobleza;
trabaja, obedece y reza...
¡esa es la niña mejor!

II

¿Quieres saber, Candidita,
tú, que aspirarás al cielo,
cuál es perfecto modelo
de cristiana jovencita?

La que a Dios se va acercando,
la que, al dejar de ser niña,
con su casa se encariña
y la calle va olvidando.

La que borda escapularios
en lugar de escarapelas;
la que lee pocas novelas
y muchos devocionarios.

La que es sencilla y es buena
y sabe que no es desdoro,
después de bordar en oro
ponerse a guisar la cena.

La que es pura y recogida,
la que estima su decoro
como un preciado tesoro
que vale más que su vida.

Esa humilde jovencita,
noble imagen del pudor,
es el modelo mejor
que has de imitar, Candidita.

III

¿Y quieres, por fin, saber
cuál es el tipo acabado,
el modelo y el dechado
de la perfecta mujer?

La que sabe conservar
su honor puro y recogido:
la que es honor del marido
y alegría del hogar.

La noble mujer cristiana
de alma fuerte y generosa,
a quien da su fe piadosa
fortaleza soberana.

La de sus hijos fiel prenda
y amorosa educadora;
la sabia administradora
de su casa y de su hacienda.

La que delante marchando,
lleva la cruz más pesada
y camina resignada
dando ejemplo y valor dando.

La que sabe padecer,
la que a todos sabe amar
y sabe a todos llevar
por la senda del deber.

La que el hogar santifica,
la que a Dios en él invoca,
la que todo cuanto toca
lo ennoblece y dignifica.

La que mártir sabe ser
y fe a todos sabe dar,
y los enseña a rezar
y los enseña a crecer.

La que de esa fe a la luz
y al impulso de su ejemplo
erige en su casa un templo
al trabajo y la virtud...

La que eso de Dios consiga
es la perfecta mujer,
¡y así tienes tú que ser
para que Dios te bendiga!




A S.M. EL REY

Señor: No soy un juglar;
soy un sincero cantor
del castellano solar.
Canto el alma popular;
no tengo nombre, señor.

Por eso, porque un oscuro,
porque un sincero es quien canta
y no un cortesano impuro,
oiréis el de mi garganta
canto llano, pobre y duro.

Más placerá a vuestro oído
el débil trinar sentido
del pájaro del erial
que el resonante graznido
del hueco pavo real.

Señor: si en ese sagrado
solar de español sentir
han ante vos ocultado
con luz de vivir dorado
sombras de negro vivir,

mintió la vieja embustera
que llaman cortesanía...
¡Mejor a su rey sirviera
si, en bien de la Patria mía,
verdad a su rey dijera!

No sé con reyes hablar;
mas, bien podréis perdonar
que yo platique con vos
tal como en son de rezar
platico de esto con Dios.

Estáme la fe enseñando
y estáme el amor diciendo
que todo se toma blando
a nuestro Dios invocando
y a nuestro rey requiriendo.

Que Dios corona a los reyes
para que a mundos mejores
lleven innúmeras greyes,
mejor que atadas con leyes,
sueltas en cursos de amores.

Señor: en tierras hermanas
de estas tierras castellanas,
no viven vida de humanos
nuestros míseros hermanos
de las montañas jurdanas.

Señor: no oigáis las canciones
de las doradas sirenas,
que solo cantan ficciones...
¡Los más grandes corazones
son los que arrostran más penas!

Dolor de cuantos los vieren,
mentís de los que mintieren,
aquí los parias están...
De hambre del alma se mueren,
se mueren de hambre de pan.

Hasta este monte eminente
donde rimo mis cantares
sube famélica gente
que mis modestos manjares
devora violentamente...

Tanta pena he contemplado
que unas veces he llorado
con llanto de compasión,
y otras mi voz han velado
gemidos de indignación.

Porque infama la negrura
de la siniestra figura
de hombres que hundidos están
en un sopor de incultura
con fiebre de hambre de pan.

Limosna de un rey cristiano
es manantial soberano
de grande consolación...
Mas nunca llega la mano
donde llega el corazón.

La Patria es madre amorosa
que hace milagros de amores...
¡Tienda una mano piadosa
que disipe los horrores
de esta visión afrentosa!

Señor: no soy un juglar.
Yo nunca rimo un cantar
si no me lo pide amor.
La Patria me hizo vibrar...
¡Patria sois también, señor!




A TERESA DE JESÚS

Mujer de inteligencia peregrina
y corazón sublime de cristiana,
fue más divina cuanto más humana
y más humana cuanto más divina.

Hasta el impío ante tu fe se inclina
y adora la grandeza soberana
de la egregia doctora castellana,
de la santa mujer y la heroína.

¡Oh mujer! Te dará la humana historia
la gloria que por sabia merecieres;
mas con el mundo acabará esa gloria,

que por ser terrenal no es sempiterna.
¡Tú, Teresa de Ahumada, al cabo mueres!
¡Teresa de Jesús, tú eres eterna!




A UN RICO

¿Quién te ha dado tu hacienda o tu dinero?
O son fruto del trabajo honrado,
o el haber que tu padre te ha legado,
o el botín de un ladrón o un usurero.

Si el dinero que das al pordiosero
te lo dio tu sudor, te has sublimado;
si es herencia, ¡cuán bien lo has empleado!;
si es un robo, ¿qué das, mal caballero?

Yo he visto a un lobo que, de carne ahíto,
dejó comer los restos de un cabrito
a un perro ruin que presenció su robo.

Deja, ¡oh rico!, comer lo que te sobre,
porque algo más que un perro será un pobre,
y tú no querrás ser menos que un lobo.




A UN SABIO

Tú de la ciencia a la región te alzaste
y sus hondos arcanos descubriste:
te contemplaste grande y te engreíste;
viste más grande a Dios... ¡y lo negaste!

Dios las alas te dio con que volaste
y otro Dios, cual Luzbel, tú le creíste...
Para ser de Luzbel ¡cuánto ganaste!
Mas para ser de Dios ¡cuánto perdiste!

Dime ioh sabio! que buscas con desvelo
la necia palma de la humana gloria
en la mísera vida de este suelo:

¿Cuál será de las dos mayor victoria,
Conquistar un aplauso de la Historia
O conquistar la eternidad del Cielo?




ADORACIÓN

Estaba amaneciendo. En los espacios
del mundo sideral ya se borraban
las últimas estrellas que aún brillaban
como débiles chispas de topacios.

Nada alteraba el general reposo
del mundo en la extensión de sombras llena
ni turbaba un acento rumoroso
el solemne silencio religioso
de la noche serena...

Mansa, indecisa, vaga todavía
la luz matutinal ya despuntaba,
y en trémulos fulgores envolvía
un paisaje de abril que se esfumaba
en la vaga y borrosa lejanía.

Iba a salir el sol. El horizonte
de luz amarillenta se teñía,
y de rumores se llenaba el monte
y el valle se poblaba de armonía:
y en el oscuro monte rumoroso,
surgiendo acompasada,
se iniciaba la intensa melodía
del sublime y grandioso
preludio musical de la alborada.

Iba a salir el sol. Lo presentía
la gran Naturaleza,
que en el sereno despertar del día,
espléndida, sublime en su grandeza,
y henchida de vigor se estremecía.

El soberano toque misterioso
de la mano de Dios la despertaba,
y a su sereno despertar grandioso,
con vigor portentoso,
la vida universal se reanimaba.

De su jugo vital iban a henchirse
los gérmenes hundidos en la sombra;
al beso de la luz iban a abrirse
los cálices plegados de las flores
que al valle dan alfombra
y a las brisas suavísimos olores;
la tropa peregrina
de pájaros cantores, aún dormidos,
iba a cantar su estrofa matutina
al posarse en los bordes de sus nidos
la del radiante sol, luz argentina;
y las errantes brisas olorosas,
las frondas rumorosas,
las aguas transparentes
de los ríos, los lagos y las fuentes,
los cerros de la sierra...
¡Todo cuanto en la tierra
produce, con acentos diferentes,
trino, ruido, voz, eco o lamento
al sentir ya cercana
la luz del astro, que preside el día,
preludiaba con su gárrula armonía
el himno enunciador de la mañana!

- II -

Y el sol salió. Sus vivos resplandores
se esparcieron en franjas ambarinas
y explosiones de luz y de colores,
de acentos y rumores,
palpitaron por valles y colinas.

El coro de los pájaros cantores,
desatando sus lenguas peregrinas,
inundó de armonías el ambiente;
y para el gran concierto que a la aurora
dedicaba la gran Naturaleza,
el bosque dio su voz, honda y sonora,
su aroma dieron las gentiles flores,
la alondra dio cantares,
el rocío del valle dio colores,
el aura dio rumores;
soñoliento gemir, los anchos mares;
vapores, las cañadas;
la flauta del pastor, dulces tonadas,
y el Oriente, bellísimos celajes,
y el éter, vibraciones irisadas.

Y aquella voz magnífica, una y varia,
que en sus senos encierra,
con toda la armonía de los cielos
los rumores que vibran en la tierra,
al cantar de la aurora sonriente
su himno de amor, magnífico y ardiente,
parece que decía:
¡Gloria al Dios cuya voz omnipotente
del caos hizo el día!...

- III -

En medio del alegre y peregrino
concierto musical de la mañana,
un eco grave, dulce y argentino
se dilata en el valle... ¡Es la campana
de la ermita cercana!

Impío, ven conmigo; y tú, cristiano,
ven conmigo también. Dadme la mano,
y entremos juntos en la pobre ermita
solitaria, pacífica, bendita...
Ante el ara inclinado
ved allí al sacerdote... Ya es llegado
el sublime momento...
¡Elevad un instante el pensamiento!
El dueño de esa gran Naturaleza
que admirabais conmigo hace un instante,
el soberano Dios de la grandeza,
el Dios del infinito poderío
¡es Aquel que levanta el sacerdote
en su trémula mano!
¡De rodillas ante Él! ¡Témele, impío!
¡De rodillas! ¡Adórale, cristiano!
Yo también me arrodillo reverente,
y hundo en el polvo, ante mi Dios, la frente.




ALMAS

(En la muerte del padre Cámara)

Yo de un alma de luz estuve asido,
luz de su luz para mi fe tomando;
pero el Dios que la estaba iluminando,
veló la luz bajo crespón tupido.

Tanto sentí, que sollocé dormido,
y dentro de mi sueño despertando,
vi que el alma del justo iba bogando
por el espacio ante el Señor tendido.

Y, faro bienhechor, polar estrella ,
la mística doctora del Carmelo,
desde una celosía de la Gloria,

—¡Ven! ¡Ven!— le dijo, ¡y la elevó hasta ella!
Entraron las dos almas en el cielo
y un nuevo sol brilló en el de la Historia.




ANA MARÍA

I

La primavera

Una alondra feliz del pardo suelo,
fue la primera en presentir al día,
y loca de alegría,
al cielo azul enderezando el vuelo,
contábaselo al campo, que aún dormía.

Celosa codorniz, madrugadora,
dijo tres veces que la bella aurora
se avecinaba con amable prisa:
del lado del Oriente
vino una fresca misteriosa brisa,
con las alas cargadas de relente,
y aun en sagrada oscuridad envueltas
las hojas de los árboles sonaron
dulcemente revueltas,
las mieses ondearon,
y de los senos de la tierra helada
surgió, vivificante,
el húmedo perfume penetrante
que solo sabe dar la madrugada.

¡Cuán bien se disponía
Naturaleza a recibir el día!
La línea pura del albor naciente,
vaga primicia grata
del de la luz fecundador tesoro,
primero fue de plata,
más tarde de oro,
después encendidísima escarlata,
roja amapola, y luego
cegador, chispeante, ardiente fuego.

En medio de la lumbre
que derretía el encendido Oriente,
sobre el perfil de la elevada cumbre,
el sol triunfante levantó la frente...
y a la puerta feliz de la alquería
asomó al mismo tiempo Ana María.
¡Gran Dios, bendito seas!
¡Qué soles, Dios de amor, qué soles creas!

II

Ana María

¿Por qué tan madrugadora
la rosa de la alquería?
Porque es una labradora
castiza y trabajadora
que siente pequeño al día.

¿Por qué tan pronto romper
del mañanero dormir
y del soñar el placer?
Porque dormir no es vivir
y soñar no es proveer.

Porque sabe que conviene,
como le enseña su madre,
mirar al tiempo que viene...
¡Por eso tiene su padre
la buena hacienda que tiene!

Tiene en la alegre alquería
labor y ganadería,
con pastos siempre sobrados;
huertos en la Alberguería,
y en Hondura casa y prados;

y de su padre heredadas,
y en su gente vinculadas,
puede en la Armuña contar
con cuatro o cinco yugadas
de tierras de pan llevar,

y, estimulante más grato,
corren añejas hablillas
diciendo, no sin recato,
que tiene zurrón de gato
lleno de onzas amarillas.

Y aun dice la gente a coro
que son su hacienda y su oro
cosas de menos valía
que aquel divino tesoro
de su hermosa Ana María.

¡Y dice verdad la gente!
Pues ¿quién como esta doncella
promete vida tan bella
cual la del nido caliente
que del hogar hará ella?

Del monte en el mundo estrecho
túvola Dios que poner,
porque paloma la ha hecho.
No tiene hiel en el pecho,
¿cómo ha de darla a beber?

Dará bálsamos calmantes,
hondas ternuras sedantes,
cosas del alma sin nombres...
¡Lo que buscamos los hombres
del grave vivir amantes!

Natura le dio belleza;
su madre le dio ternuras;
su padre, viril nobleza,
y Dios la humilde grandeza
que tienen las almas puras.

Los rayos del sol, fogosos,
cetrina su tez pusieron,
y los aires olorosos
de los montes carrascosos
la sangre le enriquecieron.

Diole el trabajo soltura;
la juventud, bizarría;
el buen ejemplo, cordura;
la sencillez, alegría,
y la honestidad, frescura.

Con generosa largueza,
Natura le dio riqueza
de sustancioso saber.
¿Qué enseña Naturaleza
que no se deba aprender?

Que la abeja es laboriosa,
que la tórtola es sencilla,
que la hormiga es hacendosa;
que se esconde, que no brilla
la violeta pudorosa...

Que las aves hacen nidos,
siempre solos y escondidos
en los senos de la fronda,
porque no es la dicha honda
buena amiga de los ruidos;

que los ríos y las fuentes
tienen aguas transparentes
cuando corren muy serenas...,
que son limpias las arenas
y son mansas las corrientes;

y de aquella golondrina
que ha anidado en la campana
de la rústica cocina,
se despierta alegre y trina
cuando apunta la mañana.

Que las corderas vehementes
que se apartan imprudentes
de las madres clamorosas,
morirán entre los dientes
de famélicas raposas.

Eso Natura enseñaba
y eso la moza aprendía.
Quien era mozo soñaba,
yo era poeta y cantaba,
Dios es bueno y bendecía.




ARA Y CANTA

- I -

Labriego, ¿vas a la arada?
Pues dudo que haya otoñada
más grata y más placentera
para cantar la tonada
de la dulce sementera,

¿Qué has dicho? ¡Que el desgraciado
que pasa el eterno día
bregando tras un arado
jamás cantó de alegría
si alguna vez ha cantado?

Es una queja embustera
la que me acabas de dar.
¿No sabes que yo sé arar?
Pues déjame la mancera,
y oye, que voy a cantar:

- II -

Labriego poco paciente:
si crees que solo tu frente
vierte copioso sudor,
que sorbe innúmera gente,
sal de tu error, labrador.

Lo dice quien es tu hermano,
quien canta tu lucha brava,
lo dice quien por su mano
siega la mies en verano
y el huerto en invierno cava.

¿Qué sabes tú del tributo
que el mundo al trabajo rinde,
ni qué sabes de su fruto,
si no has transpuesto la linde
del terruño diminuto?

Si el mundo aquel te impusiera
yugos que impone al mejor,
pensaras que tu mancera,
si no es la más llevadera
tampoco es la cruz mayor.

Te quema el sol del estío,
te azota el viento de enero
y aguantas en el baldío
los hálitos del rocío
y el golpe del aguacero.

Dura y perenne es la brega
que pide riegos la vega,
que pide rejas la arada,
que pide gente la siega,
que el huerto espera la azada.

y es trabajoso el descuajo,
y abrumador el destajo
y a veces nulo el afán...
¡Y tal vez es el trabajo
más duro que blando el pan!

Todo es verdad, labrador;
pero en esos horizontes,
y en esas siembras en flor,
y en estos alegres montes,
¿no hay nada consolador?.

¿Todo negro es tu destino?
¿Todo el vivir te envenena?
¿De abrojos horribles llena
todo el árido camino?
¿Toda ingrata es la faena?

¿No sabes tú, labrador,
que hay frente que el tiempo arruga
escaldada en un sudor
que sana brisa no enjuga
con soplo consolador?

¿Sabes que hay ojos que ciegan
laborando en la penumbra,
mientras los tuyos se entregan
al piélago en que se anegan
de la luz que nos alumbra?

¿Sabes qué ambientes malsanos,
si no venenos letales
marchitan pechos humanos
con corazones leales
del tuyo dignos hermanos,

mientras tu pecho sanean,
y equilibran tus sentidos,
y tus sudores orean
ricas brisas que pasean
por estos campos floridos?

¿Quieres en un mundo verte
con bravas agitaciones,
con injurias de la suerte,
con bárbaras tentaciones
y duelos, sin sangre, a muerte?

¿Qué sirena engañadora
hasta aquí a decirte llega
que en la ciudad bullidora
ni se reza, ni se llora,
ni se sufre, ni se brega?

¿Qué espíritu engañador
o torpe decirte quiso:
«Llora y suda, labrador,
que el mundo es un paraíso
regado con tu sudor?»

Fuera más útil y honrado
decirte quién ha arrancado
de las entrañas de un cerro
este pedazo de hierro
de la reja de tu arado.

Decirte que hornos ardientes
fundieron humanas frentes
cuando este hierro ablandaron,
y que en su masa cuajaron
sudores de hermanas gentes.

Ara tranquilo, labriego,
y piensa que no tan ciego
fue tu destino contigo,
que el campo es un buen amigo
y es dulce miel su sosiego,

y es salud el puro día,
y estas bregas son vigor,
y este ambiente es armonía,
y esta luz es alegría...
¡Ara y canta, labrador!




CASTELLANA

¿Por qué estás triste, mujer?
¿Pues no te sé yo querer
con un amor singular
de aquellos que hacen llorar
de doloroso placer?

Crees que mi amor es menor
porque tan hondo se encierra,
y es que ignoras que el amor
de los hijos de esta tierra
no sabe ser hablador.

¿No está tu gozo cumplido
viendo desde esta colina
un pueblo a tus pies tendido,
un sol que ante ti declina
y un hombre a tu amor rendido?

¿Te place la patria mía?
No en sus hondas soledades
busques con vana porfía
la estrepitosa alegría
de las doradas ciudades.

El campo que está a tus pies
siempre es tan mudo, tan serio,
tan grave, como hoy lo ves.
No es mi patria un cementerio,
pero un templo sí lo es.

Busca en ella soledades,
serenas melancolías,
profundas tranquilidades,
perennes monotonías
y castizas realidades.

Si tú gozarlas supieras,
ahora mismo depusieras
tu adusto ceño sombrío.
¿Qué de mi patria quisieras
para alegrarte, bien mío?

¿Quieres que vaya a buscar
cuarzos blancos al repecho,
colorines al linar,
nidos de alondra al barbecho
y endrinas al espinar?

Para que tú te regales,
no dejaré una con vida
veloz liebre en los eriales,
ni esquiva perdiz hundida
del cerro en los matorrales,

ni conejillo bravío
dormido bajo el carrasco,
ni mirlo a orillas del río,
ni sisón en el peñasco,
ni alondras en el baldío.

¿Quieres que hiera en su vuelo
a ese milano que el cielo
raya con círculos anchos,
y de sus garras los ganchos
venga a clavar en el suelo,

y, atrás, la cabeza echada,
las plumas te enseñe y rice
de la pechuga alterada,
y ante tus pies agonice
con la pupila espantada?

Si buscas flores sencillas,
hay en el valle violetas,
y gamarzas amarillas,
y estrelladas tijeretas,
y olorosas campanillas.

Si quieres, rosa temprana,
ver los sudores y afanes
que cuesta el pan de mañana,
ven y verás mis gañanes
trajinando en la besana.

O vamos a mis sembrados
y allí verás emulados
de tus labios los carmines,
que parecen amasados
con pétalos de alvergines.

Verás mecerse, aireadas,
del mar de la mies las olas,
aquí y allá salpicadas
de encendidas amapolas
y de jaritas moradas.

Y mientras gozas del vago
rumor de aquel ancho lago
de móviles verdes tules,
yo una corona te hago
de clavelillos azules;

y con ella, nueva Ceres,
reina serás, si tú quieres,
de mis campos y labores,
que reina de mis amores
ya hace tiempo que lo eres.

¿Sientes ganas de llorar?
También las sé yo sufrir
cuando me pongo a pensar
que Dios te puede llevar
y hacerme sin ti vivir.

Más... ¡vamos al prado un rato,
que en él hay sombra de encinas,
murmullos de viento grato
y agua fresca de regato
rebosante de pamplinas!

¿Quieres que de esa ladera
te baje un haz de tomillo,
o que salte a esa pradera
y te traiga un manojillo
de oliente hierba triguera?

¿Lloras? Pues si es de ternura,
deja ese llanto correr,
que es un riego de dulzura,
hijo de la fresca hondura
del manantial del placer.

Mas si lloras desconsuelos
y torturas de los celos,
¡vive Dios, que lloras mal!
Testigos me son los cielos
de que mi amor es leal.

Y si piensas que es menor
porque tan hondo se encierra,
recuerda que el hondo amor
de los hijos de esta tierra
no sabe ser hablador.

Alégrate, pues, mujer,
porque te sé yo querer
con querer tan singular,
que a veces me hace llorar
de doloroso placer...




CUENTAS DEL TÍO MARIANO

Araba el tío Mariano
la húmeda tierra gredosa,
y entre la bruma lluviosa
del horizonte lejano,

con cierta noble ansiedad
que a la amargura se junta,
miraba, al volver la yunta,
las torres de la ciudad.

Allí los amos estaban
de aquel pedazo de llano,
ya convertido en pantano
por lluvias que no amainaban.

Y no pensaba el rentero
que el amo estaba al abrigo
del bofetón del hostigo
y el frío del aguacero.

Aspiraciones más parcas
tentaban al viejo charro
mientras hundía en el barro
sus bien calzadas abarcas.

Era un día de febrero
revuelto, lluvioso y frío;
cada camino era un río
y un charco cada sendero.

Bajaban por las quebradas
turbios regatos zumbando,
que iban el hoyo inundando
de hoscas aguas coloradas.

Y era el barbecho un fangal,
y el prado un estanque era,
y una charca la ribera,
los valles un chapatal.

Arrebataba el solano
las gotas del aguacero,
que eran las puntas de acero
de su látigo inhumano.

Iracundos los zagales
bregaban con los corderos
y los cabritos zagueros
hundidos en los fangales.

Y el pobre tío Mariano,
con la anguarina calada,
bajo un brazo la aguijada
y en la mancera una mano,

arando estaba en tal día
por no perder una huebra,
donde diz que el viento quiebra
cosa que él solo diría,

pues en aquella desnuda
tierra llana sin abrigo
le flagelaba el hostigo
la cara con saña cruda.

Y así malamente araba
y echaba el hombre sus cuentas,
las cuentas de aquellas rentas
que por las tierras pagaba.

Bien echadas las tenía,
pero con mal resultado,
y así, terco y porfiado,
las iba haciendo aquel día;

«Las rastras ya no las miento;
hogaño, si pinta el año,
no será ningún extraño
que me arrimase a las ciento.

Se ha derramao en sazón;
la desará fue mu guapa,
y si sigue asín, no escapa
de haber buena granición.»

(Este cálculo lo hacía
con las leves omisiones
de langosta, inundaciones,
de pedriscos y sequía...)

«¡Ahora, tanto pa calzar,
tanto en vestir y en comer...
(Y no hablaba de beber,
porque era hablar... de la mar.)

«Tanto pa contribuciones,
tanto pa renta y simiente...»
Y así fue del remanente
practicando sustracciones.

Y de las ciento supuestas
sustrajo el tío Mariano
tantas fanegas de grano,
que al pasar de ciento éstas,

puso cara de ansiedad,
dijo con pena, mirando
y el cuerpo zarandeando,
las torres de la ciudad:

«Si hogaño fuese allá un día
y el amo bajar quisiera
seis fanegas..., ¡cualisquiera,
cualisquiera me tosía!...»

¡Señor del tío Mariano!:
si acude a ti, sé piadoso,
que harás un hogar dichoso
con seis fanegas de grano.




DEL VIEJO EL CONSEJO

Deja la charla, Consuelo,
que una moza casadera
no debe estar en la era
si no está el Sol en el cielo.

Tu hogar tendrás apagado,
y al mozo que habla contigo
le está devorando el trigo
la yunta que ha abandonado.

Mira que está oscureciendo,
que en las riberas lejanas
ya están cantando las ranas,
ya están las aves durmiendo.

Que tocan a la oración,
y hay gentes murmuradoras
cuyos ojos a estas horas
cristales de aumento son.

Y es que los oscureceres
son unas horas menguadas
que han hecho ya desgraciadas
a muchas pobres mujeres.

Mira, muchacha, que ha sido
la tarde muy bochornosa
y va a ser fresca y hermosa
la noche que ha producido.

Mira que son muy contadas
las fuerzas de la memoria;
mira que huelen a gloria
las mieses amontonadas.

Y está tu galán delante,
y está tu hermanillo ausente,
y está el amor en creciente
y está la Luna en menguante.

Y a luz tan débil yo creo
que sola a salir no atinas
del laberinto de hacinas
donde metida te veo.

Tal vez si el mozo me oyera
pensara que esto es perfidia,
creyera que tengo envidia,
que tengo celos dijera.

Pues con la venda de amor
no viera que soy un viejo
que solo con un consejo
puedo acercarme a tu honor.

Vete, muchacha, y no quieras
llorar prematuros gozos,
que sé lo que son los mozos
y sé lo que son las eras.

Y en tales oscureceres
pláticas tales de amores
dicen los murmuradores
que son de tales mujeres...

Y tienen razón, Consuelo,
que una moza casadera
no debe estar en la era
si no está el Sol en el cielo.




EL AMO

En el nombre de Dios que las abriera,
cierro las puertas del hogar paterno,
que es cerrarle a mi vida un horizonte
y a dios cerrarle un templo.

Es preciso tener alma de roca,
sangre de hiena y corazón de acero,
para dar este adiós que en la garganta
se me detiene al bosquejarlo el pecho.

Es preciso tener labios de mártir
para acercarse a ellos
la hiel del cáliz que en mi mano trémula
con ojos turbio esperando veo.

Ya está solo el hogar. Mis patriarcas
uno en pos de otro del hogar salieron.

Me los vino a buscar Cristo amoroso
con los brazos abiertos...




EL BARBECHO

¿Dónde irá sola Teresa
por la senda que atraviesa
los barbechos? ¿Dónde irá?
¿Qué tendrá, que así suspira?
¿Qué tendrá, que apenas mira
las aradas? ¿Qué tendrá?

¿Por qué con más gentileza
llevó sobre su cabeza
la blanca cestita ayer?
¿Por qué le dijo a su madre:
-Madre, que está lejos padre
y he de tardar en volver?

Su madre ayer le decía:
-Hija, que no es mediodía...
¿No ves el sol en la torre?
-Madre, ¿el sol no se equivoca?
-¡Jesús, qué cosa tan loca
de muchacha!... ¡Corre, corre!

Y alegre y ligera vino
por ese mismo camino
que parte en dos el barbecho;
llevaba luz en los ojos,
risas en los labios rojos,
gozos en el alto pecho.

Cantaba las melodías
que el sol de los buenos días
inspira a las castellanas
e inspira a los castellanos
cuando se vierte en los llanos
de las abiertas besanas.

Y las alondras terrosas
sus oídos, codiciosas
al dulce cantar abrieron,
y sobre el surco posadas,
con pupilas asombradas,
pasar a Teresa vieron.

Hoy pasa muda y sombría...
«Hija que ya es mediodía»,
dijo tres veces su madre.
«¡Jesús, madre, qué inoportuna!
¡No tengo prisa ninguna,
que no está muy lejos padre!»

Moza: ¿por qué esas mudanzas?,
¿no tiene hoy lontananzas
los bellos ojos de ayer?
¿No te pide melodías
el sol de los buenos días
en la besana al caer?

¿No te dio un beso tu madre?
¿No vas a darle a tu padre
besos y pan en la arada?
¿Hoy no hay alondras terrosas
que te escuchen codiciosas
la vagabunda tonada?

Camino vas del barbecho
con un secreto en el pecho
que yo conozco, Teresa...
No pienses que soy un duende
porque mi mente comprende
lo que en el pecho te pesa.

Allá en aquella hondonada,
hay una tierra ya arada
que estaba ayer sin arar...
Solos tú y yo hemos sabido
que a arar el gañán se ha ido
a otro lado del lugar.

Descansa un rato, Teresa,
que yo bien sé cuánto pesa
lo que llevas en el pecho,
y sé cómo caminamos
cuando la carga llevamos
hacia el contrario barbecho.

No te sonrojes, hermosa,
que no es una extraña cosa
ni es pecadora mudanza
que el sol te parezca oscuro,
pesado el ambiente puro,
ceñuda la lontananza,

pálidas tus melodías,
tristes estas gañanías,
áridos estos senderos...,
y hasta el querer de tu padre
y hasta el apego a tu madre
más borrosos, más someros...

¿Qué es el barbecho, Teresa?
Si amor no está en él, confiesa
que barbecho es un erial;
mas si algo dice en el pecho
que anda amor por el barbecho...
¡barbecho es huerto edenial!




EL EMBARGO

Señol jues, pasi usté más alanti
y que entrin tos esos,
no le dé a usté ansia
no le dé a usté mieo...

Si venís antiayel a afligila
sos tumbo a la puerta. ¡Pero ya s'ha muerto!

¡Embargal, embargal los avíos,
que aquí no hay dinero:
lo he gastao en comías pa ella
y en boticas que no le sirvieron;
y eso que me quea,
porque no me dio tiempo a vendello,
ya me está sobrando,
ya me está gediendo!

Embargal esi sacho de pico,
y esas jocis clavás en el techo,
y esa segureja
y ese cacho e liendro...

¡Jerramientas, que no quedi una!
¿Ya pa qué las quiero?
Si tuviá que ganalo pa ella,
¡cualisquiá me quitaba a mí eso!
Pero ya no quio vel esi sacho,
ni esas jocis clavás en el techo,
ni esa segureja
ni ese cacho e liendro...

¡Pero a vel, señol jues: cuidaíto
si alguno de ésos
es osao de tocali a esa cama
ondi ella s'ha muerto:
la camita ondi yo la he querío
cuando dambos estábamos güenos;
la camita ondi yo la he cuidiau,
la camita ondi estuvo su cuerpo
cuatro mesis vivo
y una nochi muerto!

¡Señol jues: que nenguno sea osao
de tocali a esa cama ni un pelo,
porque aquí lo jinco
delanti usté mesmo!
Lleváisoslo todu,
todu, menus eso,
que esas mantas tienin
suol de su cuerpo...
¡y me güelin, me güelin a ella
ca ves que las güelo!...




LA ESPIGADORA

¿Vas a espigar, Isabel?
¡Cuánto siento, criatura,
que bese el sol esa piel
que tiene jugo y frescura
de pétalos de clavel!

Sé que espigar necesitas,
porque, aunque al sol te marchitas,
no es bueno que huelgue y duerma
quien tiene cuatro hermanitas
y tiene a su madre enferma.

Mas díganme humanos ojos
si te hizo Naturaleza
para que en estos rastrojos,
hieran tus pies los abrojos
y abrase el sol tu cabeza.

Entre pintados cristales
de alcázares ideales
hay cien reinas poderosas...
¡Para la más bellas cosas
no tiene el mundo fanales!

Isabel: no puedo amar;
no puedo abrirte la puerta
de mi pecho y de mi hogar,
porque a otra Isabel, ya muerta,
se los juré consagrar.

Y eres tan bella, Isabel,
que tengo duda cruel
de si serás sombra bella
de aquella eclipsada estrella
que viene a ver si soy fiel.

Lo digo por tus miradas,
que parecen oleadas
del piélago de la gloria
y no pobres llamaradas
de bella mortal escoria;

lo digo porque me suena
tu voz a salmo cristiano:
lo digo porque eres buena,
porque eres casta y serena
como noche de verano.

¡Isabel: no puedo amar!
Dios sabe que si pudiera
partir contigo mi hogar
ahora mismo te dijera:
-No vayas, niña, a espigar,

que cerca de ese desierto
tengo una casa y un huerto
que entolda un viejo parral
donde estarás a cubierto
del beso de mi rival,

y si espigar necesitas...,
¡descanse mi reina y duerma!,
que está en mis trojes benditas
el pan de tus hermanitas
y el pan de tu madre enferma.

Mas ni estas puras y sanas
consolaciones cristianas
puedo pedir al amor...,
¡dijeran lenguas villanas
que andaba en ello tu honor!

Vete a espigar, moza mía,
que si el mundo fuese honrado,
como tu honor merecía,
contigo a espigar iría
quien sabe lo que es sagrado;

contigo se fuera, hermosa,
por el desierto ardoroso,
quien tiene por cierta cosa
que nadie mancha una rosa
si no es un reptil baboso.

En el rincón de ese ardiente
desierto que el sol calcina
tengo yo un prado riente
con una pomposa encina
y una purísima fuente;

y bajo el palio frondoso
que apaga el fuego del cielo,
yo te dejara gozoso
oyendo el decir copioso
del agua del regatuelo,

y yo, afrontando fatigas
bajo ese cielo que arde,
diera envidia a las hormigas
para llevarte a la tarde
rubias manadas de espigas.

¡No puedo, sol de mis ojos!
Tendrás que ir sola, Isabel,
para que en esos rastrojos
hieran tus pies los abrojos
y el sol mancille tu piel.

Tendré que verte a la vuelta,
cuando a tu pobre hogar vayas,
la trenza del jubón suelta,
rotas las pulidas sayas,
la cabellera revuelta,

con polvo y sudor pegado
sobre las sienes el pelo
y hundido el seno abultado,
y el alto dorso encorvado,
y el casto mirar al suelo.

Y fuerza será que vea
cómo el sol de los rastrojos
tu piel de rosa broncea
y cómo escalda y orea
tus húmedos labios rojos.

Mas vete sola, Isabel,
que, aunque me cause dolor
que el sol mancille tu piel,
es más injusto y crüel
que el mundo empañe tu honor.

Mejor que un decir artero
mil veces llorar prefiero
bellezas que el sol se lleve...
¡Virgen de bronce te quiero
mejor que Venus de nieve!




LA PEDRADA

I

Cuando pasa el Nazareno
de la túnica morada,
con la frente ensangrentada,
la mirada del Dios bueno
y la soga al cuello echada,

el pecado me tortura,
las entrañas se me anegan
en torrentes de amargura,
y las lágrimas me ciegan,
y me hiere la ternura...

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Yo he nacido en esos llanos
de la estepa castellana,
donde había unos cristianos
que vivían como hermanos
en república cristiana.

Me enseñaron a rezar,
enseñáronme a sentir
y me enseñaron a amar;
y como amar es sufrir,
también aprendía a llorar.

Cuando esta fecha caía
sobre los pobres lugares,
la vida se entristecía,
cerrábanse los hogares
y el pobre templo se abría.

Y detrás del Nazareno
de la frente coronada,
por aquel de espigas lleno
campo dulce, campo ameno
de la aldea sosegada,

los clamores escuchando
de dolientes Misereres,
iban los hombres rezando,
sollozando las mujeres
y los niños observando...

¡Oh, qué dulce, qué sereno
caminaba el Nazareno
por el campo solitario,
de verdura menos lleno
que de abrojos el Calvario!

¡Cuán suave, cuán paciente
caminaba y cuán doliente
con la cruz al hombro echada,
el dolor sobre la frente
y el amor en la mirada!

Y los hombres, abstraídos,
en hileras extendidos,
iban todos emcapados,
con hachones encendidos
y semblantes apagados.

Y enlutadas, apiñadas,
doloridas, angustiadas,
enjugando en las mantillas
las pupilas empañadas
y las húmedas mejillas,

viejecitas y doncellas,
de la imagen por las huellas
santo llanto iban vertiendo...
¡Como aquellas, como aquellas
que a Jesús iban siguiendo!

Y los niños, admirados,
silenciosos, apenados,
presintiendo vagamente
dramas hondos no alcanzados
por el vuelo de la mente,

caminábamos sombríos
junto al dulce Nazareno,
maldiciendo a los Judíos,
«que eran Judas y unos tíos
que mataron al Dios bueno».

II

¡Cuántas veces he llorado
recordando la grandeza
de aquel echo inusitado
que una sublime nobleza
inspiróle a un pecho honrado!

La procesión se movía
con honda calma doliente,
¡Qué triste el sol se ponía!
¡Cómo lloraba la gente!
¡Cómo Jesús se afligía...!

¡Qué voces tan plañideras
el Miserere cantaban!
¡Qué luces, que no alumbraban,
tras las verdes vidrieras
de los faroles brillaban!

Y aquél sayón inhumano
que al dulce Jesús seguía
con el látigo en la mano,
¡qué feroz cara tenía!
¡qué corazón tan villano!

¡La escena a un tigre ablandara!
Iba a caer el Cordero,
y aquel negro monstruo fiero
iba a cruzarle la cara
con un látigo de acero...

Mas un travieso aldeano,
una precoz criatura
de corazón noble y sano
y alma tan grande y tan pura
como el cielo castellano,

rapazuelo generoso
que al mirarla, silencioso,
sintió la trágica escena,
que le dejó el alma llena
de hondo rencor doloroso,

se sublimó de repente,
se separó de la gente,
cogió un guijarro redondo,
miróle al sayón la frente
con ojos de odio muy hondo,

paróse ante la escultura,
apretó la dentadura,
aseguróse en los pies,
midió con tino la altura,
tendió el brazo de través,

zumbó el proyectil terrible,
sonó un golpe indefinible,
y del infame sayón
cayó botando la horrible
cabezota de cartón.

Los fieles, alborotados
por el terrible suceso,
cercaron al niño airados,
preguntándole admirados:
-¿Por qué, por qué has hecho eso?...

Y él contestaba, agresivo,
con voz de aquellas que llegan
de un alma justa a lo vivo:
-«¡Porque sí; porque le pegan
sin hacer ningún motivo!»

III

Hoy, que con los hombres voy,
viendo a Jesús padecer,
interrogándome estoy:
¿Somos los hombres de hoy
aquellos niños de ayer?




LA VELA

- I -

La moza murió a la aurora
y el mozo no sabe nada,
que más temprano que el día
se levantó esta mañana,
y alma blanda y cuerpo recio
bregando están en la arada
con una pena muy honda,
con una tierra muy áspera.

A ratos desmaya el cuerpo
y el alma a ratos desmaya,
y ya cuando al surco caen
aquellas gotas de agua,
no sabe el mozo de fijo
si son sudores o lágrimas,
que si el alma mucho sufre
y el cuerpo mucho se afana,
ruedan en uno fundidos
jugos del cuerpo y del alma.

¡Qué tarde aquella tan triste!
¡Las nubes son tan opacas!...
¡Están los campos tan mudos!...
¡Están las tierras tan pardas!...
Y la idea de la vida
¡es tan borrosa y tan vaga!

Parece que Dios se ha ido
del yermo que antes llenaba
y el alma se siente sola
en el centro de la nada.

¡Señor, que todo lo llenas!
¡Señor, que todo lo abarcas!
¡No dejes solo el terruño
y a tus edenes te vayas,
que en el terruño vivimos
con el pan de la esperanza
aquel gañán que perdiera
sus dichas esta mañana
y este hijo fiel que en el surco
con las alondras te canta!

- II -

¡Qué pobremente la entierran!
La llevan en unas andas
cuatro viejos que en el campo
por viejos ya no trabajan,
y solo siete mujeres...
han podido acompañarla,
que al yugo de sus trabajos
están las gentes atadas.

La marcha a veces suspenden
porque los viejos se cansan
y en el suelo depositan
la pesadísima carga,
mientras el sudor se enjugan
de sus venerables calvas.

Llegaron al campo santo
cuando aquel gañán llegaba
ya con el último surco
del campo santo a la tapia,
que araba el muchacho en tierras
al cementerio rayanas
porque en vida y en amores
piensa no más el que ama.

Los bueyes humedecieron
la pobre musgosa tapia
con el largo resoplido
de la postrera parada;
y el mozo, extático y mudo,
con ojos llenos de lágrimas,
vio turbiamente las luces,
vio turbiamente las andas,
y oyó el caer de la tierra,
y vio que se arrodillaban
los viejos y las mujeres
murmurando una plegaria...

Cayó el mozo de rodillas,
una mano en la aguijada,
otra mano en la mancera,
un dogal en la garganta,
y en el corazón un nudo,
y un mar de hiel en el alma,
-¡Ni una velita siquiera
que tengo para alumbrarla!
Así, con honda ironía,
dijo el gañán sin palabras.

Si hubiese alzado a los cielos
la triste turbia mirada,
viera mansamente ardiendo
con trémula luz opaca
el aguijón que guarnece
la enhiesta, recta, aguijada...




LAS SEQUÍAS

Después de larga sequía
que atormentara los campos,
copiosas y frescas lluvias
los bañaron.

Y agua tomaron las fuentes
y agua embebieron los surcos,
y se alegraron las flores
y los frutos.

Y esta oración insensata
mis labios al Cielo alzaron,
torpe rosario imprudente
de mis labios:

«¡Señor que riges el mundo
con paternal Providencia,
que abarcas los anchos cielos
y la tierra!

¡Señor que pintas los lirios,
y haces puras las palomas,
y los ocasos serenos
arrebolas,

y vivificas los gérmenes
y cuidas los libres pájaros,
y llenas de luz radiosa
los espacios!

Eres, Señor, más piadoso
con esta tierra agostada
que con los secos eriales
de las almas.

Cuando la tierra que hollamos
los rayos del sol calcinan,
con lluvias consoladoras
la reanimas.

Pero jamás a las almas
que se marchitan sedientas
con rocíos de ideales
las refrescas.

¡Señor! ¿Por qué más piadoso
con esta tierra liviana
que con los páramos muertos
de las almas?»

Y dentro de mi conciencia,
que oyó mi clamor impío,
sonó una voz poderosa
que me dijo:

«Al beso del sol fecundo,
la tierra hacia el Cielo exhala
los ricos jugos que encierran
sus entrañas;

y el Cielo que los absorbe,
los cuaja en frescos rocíos
y en lluvias se los devuelve
convertidos.

Pero las almas ingratas
que en hálitos de oraciones
al alto Cielo no elevan
Fe y amores,

no esperen que el alto Cielo
la sed que las mata apague
con amorosos rocíos
de ideales...»




LAS SUBLIMES

¿La conoces, musa mía?
Es modelo soberano
bosquejado por la mano
de la gran sabiduría.

Es el más dulce buen ver
de tus visiones risueñas;
es la mujer que tú sueñas
cuando sueñas la mujer.

La discreta, la prudente,
la letrada, la piadosa,
la noble, la generosa,
la sencilla, la indulgente,

la suave, la severa,
la fuerte, la bienhechora,
la sabia, la previsora,
la grande, la justiciera...

la que crea y fortalece,
la que ordena y pacifica,
la que ablanda y dulcifica...,
¡la que todo lo engrandece!

La que es esclava y señora,
la que gobierna y vigila,
la que labra y la que hila,
la que vela y la que ora...

¡Hela, hela, musa ruda!
¿No lo cantas?
—No la canto.
—¿Por qué, si la admiras tanto?
—Porque si admiro soy muda.

—¿Y cuál es la maravilla
que así admiras muda y queda?
¡O es Teresa de Cepeda
o es Isabel de Castilla!




LO INAGOTABLE

De rodillas delante de la fosa
donde se pudre el mocetón garrido,
la pobre vieja sin moverse pasa
la tarde del domingo.

Una tarde otoñal, helada y muda,
de cielo muy azul, campiña yerta,
y un sol amarillento que se muere
de frío y de tristeza.

Una vela amarilla que no alumbra,
se quema, como el alma de la anciana,
cuyos ojos decrépitos no lloran
porque no tienen lágrimas.

Todas se las tragó la avara tierra
de la tumba del hijo malogrado,
a cuyos pies la hierba está escaldada
con las sales del llanto.

Vagaba por los ámbitos vacíos
del humilde y herboso cementerio,
el aroma de muerte que despide
la tierra de los muertos.

Volaban sobre el templo los cernícalos
y rasaban el viejo campanario
los bandos de veloces aviones
que pasaban chillando.

Y de la plaza del lugar venían
sones de tamboril y castañuelas,
notas de gaita que al hablar de amores
infundían tristeza.

¡Cómo bailaba la muchacha alegre
para quien fue belleza vigorosa
lo que era ya bajo viscosa hierba
montón de carne rota!

Montón de carne rota que una madre
tuvo un día pegado a sus entrañas,
y espejado en las niñas de sus ojos
y en el centro del alma.

Y ya está allí, deshecho en las tinieblas,
el fuerte hastial de la feliz casita,
el que ganaba el mendruguito blando
que la anciana comía.

Una alondra del páramo vecino
se posó en la pared del campo santo
para beber el rayo agonizante
del frío sol dorado,

y cantó una canción opaca y fría
que ni siquiera le agitó el pechuelo
que cien mañanas pareció romperse
modulando gorjeos.

¡Sorda elegía que inspiró Natura
junto a la tumba donde el mozo estaba,
que tantas veces, cual la alondra aquella,
le cantó la alborada!

Se hundieron en sus grietas los cernícalos,
y en los huecos del viejo campanario,
poco a poco los raudos aviones
se metieron chillando.

Cayó el silencio sobre el pueblo humilde,
murió la tarde y se marchó la alondra,
y la vida le dijo a la ancianita
que estaba ya muy sola.

¡Era preciso abandonar al hijo!
Besó la tumba y apagó la vela,
que derramó sobre la hierba húmeda
dos lágrimas de cera.

¡Y dieron todavía otras dos lágrimas
aquellos ojos que estrujó el dolor!
Ni ignoradas ni estériles las dieron:
¡las vimos Dios y yo!




LOS DICHOS DEL TÍO FABIÁN

Pues, señor, el otro día
vino un tío a visitarme
y sigue con la manía
de venir a marearme.

Con su charla singular
la sangre misma me enciende;
charla y charla sin cesar,
¡pero cualquiera lo entiende!...

Tiene él un prado inmediato
a una linda huerta mía,
y ayer fui a su casa un rato
a ver si me lo vendía.

"Tío Fabián, vamos a ver
—le dije con claridad—:
¿usted me quiere vender
el prado de la hermandad?"

"Si lo vende, hago una puerta
para mi huerta lindante,
mas si usted quiere mi huerta,
yo se la vendo al instante."

El tío Fabián sonrió,
con aire ufano y sencillo;
después tosió, se rascó
y escupió por el colmillo.

Y echando al fuego unos palos,
me contestó el tío Fabián:
"que los tiempos andan malos...;
que patatín..., que patatán...".

"Deje esa palabrería
y piense bien la cuestión:
¿quiere usted la huerta mía?
La vendo sin dilación.

"Las dos fincas valen poco,
más pudiéndolas juntar,
resulta, o yo me equivoco,
una finca regular."

Y con palabra calmosa
el tío Fabián se resuelve
a decir: "Que esa es la cosa,
que torna..., que vuelve..."

"Dígame usted sin rodeos
cuáles son sus intenciones
y cuáles son sus deseos,
proyectos y aspiraciones.

"Claridad pretendo yo
y usted en divagar se empeña;
¡pero dígame sí o no
como Cristo nos enseña?"

Y el tío Fabián sin piedad,
de mis casillas me saca
diciendo que es la verdad...,
"que toma..., que daca..."

"¡Ay tío Fabián, concretemos,
y entendámonos, por Dios,
o locos nos volveremos
de esta manera los dos!"

"En forma clara y abierta
la cuestión le he planteado:
o me vende usted el prado
o me compra usted la huerta."

"Y si nada ha de querer,
dígame sin vacilar
que no quiere usted vender
y no quiere usted comprar."

Pues tras estos alegatos
diciéndome el hombre sale,
que donde hay hombres, hay tratos...,
"que zumba... que dale".

"Si eso está bien, tío Fabián;
mas es charlar tontamente,
y yo no sé a qué ese afán
de salir por la tangente.

"Yo me traigo mis cuartitos
si es que el prado he de comprar,
y nombrando dos peritos
que lo vayan a tasar."

Pero el tío Fabián me ataja
diciendo con gran trabajo
que su prado es una alhaja...,
"que arriba... que abajo...".

"Yo pagaré lo que valga
si el prado tan bueno es;
pero, por Dios, no me salga
con otra tecla después.

"Eso del valor del prado
los peritos lo dirán
y es asunto terminado;
¿comprende usted, tío Fabián?"

Y el tío Fabián no comprende
y dice que velaí...
que la gente así se entiende...
"que por aquí... que por allí...".

"¡Cuidado que es pesadez!;
tío Fabián, tengo que irme;
dígame usted de una vez
lo que tenga que decirme.

"Usted está en las Batuecas,
pero a ver si ahora me entiende;
contésteme usted a secas:
¿vende el prado o no lo vende?"

Y contesta el muy pesado
que hogaño ha criao en el prado
la miaja e ganao y el potro...,
"que por este lado..., que por el otro..."

Pero ¿usted no puede hablar
de forma más apropiada?
¡si eso es charlar por charlar,
y charlar sin decir nada!...

"No hay más tiempo que perder:
el prado lo compro yo.
¿Me lo quiere usted vender?
¿Qué dice usted: sí o no?"

Y el hombre dice que el prao
se lo compró él a un sobrino...;
que fue medio regalao...,
que si fue..., que si vino..."

"Tío Fabián, me voy a ir,
y perdone si le ofendo,
pero no puedo sufrir
esa charla que no entiendo."

"Quedamos en eso, ¿eh?
¿Me venderá usted el prado?
¿No es eso? ¿Qué dice usted?"
Y al verse el hombre acosado,

me dice con mucha flema
que se lo dirá a la tía...
y que esa es la su sistema...,
"que ya vería..., que ya vería..."




NOCHE FECUNDA

- I -

Ya dejó sus mocedades
Juan Antonio el de Villalba,
un roble joven que tiene
de pardo sayal la cáscara,
de acero el tronco robusto,
de puras mieles la entraña.

Para que hogar fuese haciendo,
para que hacienda fundara,
diole el Destino una esposa,
diole su padre una vaca.
Josefa se llama aquélla;
y ésta Cordera se llama;
una mujer bien nacida,
y una vaca bien criada.

Josefa dejó las fiestas
y hundió en el arca sus galas;
Juan Antonio dejó el marro,
y hasta vendió la dulzaina
a un temprano chavalillo
que a mocearse empezaba.

¡Y bien sabe Dios del cielo
que la vendió con un ansia!...
Pero el casado es casado
y la dulzaina es dulzaina.

Y así pasaban los días,
que ya diez meses sumaban;
Juan Antonio, trajinando;
Josefa, metida en casa;
la vaca, creciendo en ubre;
y el tiempo, dando esperanzas...

- II -

Una noche de verano,
cerca de la madrugada,
llamó a la gente vecina
Juan Antonio el de Villalba.
Al establo acuden hombres
y mujeres a la sala,
y en misteriosos encierros
se truecan ambas estancias,
y hay misteriosos trajines,
y misteriosas palabras,
y prolongados silencios,
y pasajeras alarmas...
Y Juan Antonio anda inquieto,
la frente en sudor bañada,
desde la sala al establo,
desde el establo a la sala.

En la cocina un momento
se sienta, mueve las ascuas
y reza dos o tres veces
la Salve que nunca acaba,
y suda y mira las puertas
de establo y sala cerradas...
De repente se oye un grito
de doliente queja humana
y un mugido quejumbroso
de lánguida resonancia.
Luego, un silencio terrible;
luego, un momento de alarma,
y otro grito, otro mugido,
y al fin ruido y voces francas.
Juan Antonio está aterrado
rígido como una estatua;
mira a las cerradas puertas
que súbito se abren ambas,
y oye que desde una y otra
le dicen estas palabras
uno de los del establo
y una de las de la sala:
-¡Dos churros... y dambos muertos!
¡Dos niñas... y vivas dambas!




POR QUÉ?!

Aquella flor anónima
de pétalos iguales
que sola está en el páramo
de grises pizarrales,
¿por qué ha nacido allí?
Y aquella moza rústica
que a ser esclava aspira
de aquel pastor selvático
que huraño y torvo mira,
¿por qué lo adora así?

¿Por qué mete el cernícalo
su nido en la hendidura
y el colorín minúsculo
lo guarda en la espesura
del viejo carrascal?
¿Por qué las oropéndolas
lo cuelgan del encino
y aquellos otros pájaros
sotiérranlo en el fino
tapiz del arenal?

¿Por qué a la loba escuálida
creó Naturaleza
vecina de la tórtola
que arrulla en la maleza
la calma del cubil?
¿Por qué son hermosísimos
los blancos recentales?
¿Por qué tan torvos y hórridos,
por qué tan desleales
la hiena y el reptil?

¿Por qué vivirá errático,
sin nido, el necio cuco?
¿Por qué será el polícromo
vistoso abejaruco
tan áspero cantor?
¿Por qué de dulce música
tesoro tal Dios guarda
para el pardillo mísero,
para la alondra parda
y el pardo ruiseñor?

¿Por qué destila bálsamos
el mísero cantueso
que vive en las estériles
calvicies de aquel teso
paupérrimo vivir?
¿Por qué las pomposísimas
peonías fastuosas
producen esas fétidas
grasientas grandes rosas
de enfático vestir?

¿Por qué vierten las víboras
ponzoñas dañadoras?
¿Por qué las beneméritas
abejas labradoras
producen rica miel?
¿Por qué si bajan límpidas
a un labio que sonría
las gratas puras lágrimas
que arrancan la alegría
también saben a hiel?

¿Por qué?... Curioso espíritu,
no quieras indagarlo,
ni en tristes secas fórmulas
pretendas encerrarlo
si no quieres llorar.
Misterios que sois únicos
divinos bebederos
de encantos sabrosísimos:
¡tocaros es perderos!
¡viviros es gozar!




QUIERO VIVIR!

¡Quiero vivir! A Dios voy
y a Dios se va muriendo,
se va al Oriente subiendo
por la breve noche de hoy.

De luz y de sombras soy
y quiero darme a los dos.

¡Quiero dejar de mí en pos
robusta y santa semilla
de esto que tengo de arcilla,
de esto que tengo de Dios!




SOLEDAD

Ciego que ayer no lo fuera
sufre más negra ceguera
que el que en la sombra ha nacido.
Triste que ayer no lo era
dos veces hondo ha caído.

Yo un día -¡lejano día!-
gocé de la compañía
de mis placeres mejores;
yo bebí de la ambrosía
del amor de mis amores;

yo gusté la miel sabrosa
de un vivir feliz, sereno,
lleno de fe sustanciosa...
puro vivir, todo lleno
de grandeza religiosa...

Pan el trabajo me daba,
la paz me lo equilibraba,
la fe me lo dirigía,
el amor me lo alegraba
y Dios me lo bendecía...

¡Santo vivir cuya historia
como una reliquia encierra
la llave de mi memoria!
¡Era lo que hay en la tierra
más parecido a la gloria!

Y otro día -¡turbio día!-,
la misma mano que el cielo
de mis venturas teñía
con luz de rosa que un velo
de eterna aurora fingía,

trajo nubes por Oriente,
vibró el relámpago ardiente
con cárdenos resplandores...
¡y el rayo cayó en la frente
del amor de mis amores!

Y he sentido en torno mío
las tinieblas del vacío
con sus hondas ansiedades,
y he sentido todo el frío
de las grandes soledades...

Y he gritado en la arenosa
solitaria inmensidad
con ronca voz clamorosa:
¡No hay soledad dolorosa
como esta mi soledad!

- II -

Una noche, una doliente
noche de angustia empapada,
noche de místico ambiente,
que tenía el peso ingente
de la culpa consumada...,

una noche religiosa,
fúnebremente sentida,
místicamente radiosa,
hondamente entristecida
y ardientemente amorosa...,

muchedumbre de creyentes
doloridos, reverentes,
apiñados, silenciosos,
bajas las pálidas frentes,
turbios los ojos llorosos,

llevaban, triste, adelante
del cortejo entristecido,
la imagen interesante
de la Madre más amante
del hijo más dolorido.

La miré con alma llena
de luz y calor de fe;
la vi sola, la vi buena,
y al abismo de su pena
con el alma me asomé.

¡Gran Dios! Tan honda y oscura
la sima de la amargura
mi sentimiento entrevió,
que el vértigo de la hondura
mi mente desvaneció.

Y así me dijo el sentido:
-Ésa no es extraña humana
que humano amor ha perdido:
¡es la Virgen soberana
que Madre de un Dios ha sido!

Lo dio por la pecadora
loca y ciega Humanidad...
El Mártir ha muerto ahora...
¡la Madre de Cristo llora,
sin Cristo, su soledad!

Si siempre ha sido el amor
la medida del dolor,
di, pecador, ¿dónde has visto
duelo de madre mayor
que el de la Madre de Cristo?

- III -

¡Madre mía, débil fui!
Por no ver el hondo abismo
de tu dolor ante mí,
miré dentro de mí mismo,
y ante otro abismo me vi.

El abismo hondo y oscuro
del pecado más odioso
de este corazón impuro,
que es ingrato y veleidoso,
loco y ciego, torpe y duro.

¡Dulce estrella matutina!
¡Virgen de la Soledad!
¡Yo también puse una espina
sobre la frente divina
del Sol de la Humanidad!

Si Madre de Dios no fueras,
¿cómo el crimen perdonaras,
ni en mis lágrimas creyeras,
ni al Hijo por mí rogaras?

¡Madre mía, madre mía!
Llorando yo soledades
que eran como una agonía,
dije que nadie sufría
tan horrendas ansiedades.

Y hoy, que, al ver tu duelo santo,
vislumbré, anegado en llanto,
un punto de tu grandeza,
me han causado igual espanto
tu dolor y mi flaqueza.

¡Dolorida gran Señora!,
tu soledad, ¡ay!, ha sido
la segunda redentora
de este corazón herido
que en tu soledad te adora.




UN DON JUAN

Amo, de aquella cuestión
de ayer, pues ya me atreví,
-¡Gracias a Dios, cobardón!
¿Y qué te dijo?
que sí.


-¿Ves, Jenaro? Si te dejo
no llegas nunca a animarte
y te me mueres de viejo
con las ganas de casarte.

Me gusta la valentía.
Y la lengua, ¿se enredó?
-Pues, mire usted, yo creía
que iba a ser más; pero no.

Y eso que al dir a empezar,
por mucho que porfié,
pues no me pude acordar
del emprencipio de usté.

-¡Por vida de!... ¿Y qué jinojos
hiciste entonces, Jenaro?
-Pues, nada, cerrar los ojos
y dir p'adelante.
-¡Pues claro!

Cuando se ignora, se inventa.
-¡Pues ese fue el aquél mío!
Me tuve que echar la cuenta
que se echa el hombre perdío,

y como un eral cerril
arremetí con alientos,
porque ya, preso por mil...
pues preso por mil quinientos.

No es más que mientras se empieza.
Yo cuantis que me corté,
pues na más de mi cabeza
cuasi todo lo saqué.

-¡Bien hecho! ¿Y le gustaría
bastante más que lo mío?
-Yo le dije asín: «María:
dirás que a qué habré venío».

-¿Y qué te dijo?
Que hablara.
Ella abajó la cabeza
y se le puso la cara
lo mesmo que una cereza.

A mí también se me ardía,
la verdá se ha de decir;
pero le dije: «María:
¿sabrás que tengo un sentir?»

-¡Bien dicho! ¿Y no te comieron
porque hiciste esa pregunta?
-No, pero se me pusieron
todos los pelos de punta.

Yo cuasi que no veía,
la verdá se ha de decir;
pero le dije: «María:
sabrás que tengo un sentir.»

Cuasi que me han obligao
-le dije- a venir acá,
que yo bien retuso he estao
por mó de la cortedá;

pero el amo que sabía
mi sentir, pues ayer tarde
mesmamente, me decía:
«Jenaro, ¡no seas cobarde!

La moza es poco fiestera
y poco aparentadora,
y no es moza ventanera
y es árdiga y vividora.

Y luego, es bien parecía,
y es callaíta y prudente,
y es honesta y recogía
y viene de buena gente...

Anda con ella, comienza
mañana a la noche a dir,
que a cuenta de la vergüenza
te la dejas escurrir...»

Pues sobre aquello volviendo
del sentir que te decía,
sabrás que te estoy quisiendo
ya hace tres años, María.

Siempre he andao negativo
dejándolo pa dispués,
y na más es a motivo
de lo corto que uno es.

Y asín me estaba, me estaba,
aguantándome el sentir,
a ver si se me pasaba,
la verdá se ha de decir.

Y hate cuenta que cada año
pues más me reconcomía,
hasta que ya dije hogaño:
¡Habrá que estar con María!

Porque en habiendo un querer,
la verdá se ha de decir,
ni cuasi puedes comer
ni cuasi puedes dormir.

Y no es el decir que uno
esté encitando el pensar,
porque yo creo que nenguno
quedrá siempre asín estar.

Es na más que te aficionas
y que pierdes la chaveta
en cuantis que una persona
por los ojos se te meta.

Y que ya nadie te apea
ni te hace volver atrás
y llevas aquella idea
por andiquiera que vas.

Pues un querer derechero
como el corazón te ablande,
es igual que un abujero:
cuanti más le hurgas, más grande.

-¡Caramba! ¡Muy bien, Jenaro!
Y ella entonces te diría...
-A lo primero, pues claro,
dijo que ya se vería.

Pero dispués, ya ve usté,
la gente se va atreviendo.
Yo le dije: «Volveré»
Y ella me dijo: «Vay viniendo».

-Vamos, sí, que habrá casorio.
-De eso entá no hemos tratao.
Sólo el parlárselo..., ¡corio!,
¡más vergüenza me ha costao...!




VIRGILIO

El alma se empapaba
en la solemne clásica grandeza
que llenaba los ámbitos abiertos
del cielo y de la tierra.

¡Qué plácido el ambiente,
qué tranquilo el paisaje, qué serena
la atmósfera azulada se extendía
por sobre el haz de la llanura inmensa!

La brisa de la tarde
meneaba, amorosa, la alameda,
los zarzales floridos del cercado,
los guindos de la vega,
las mieses de la hoja,
la copa verde de la encina vieja...

¡Monorrítmica música del llano,
qué grato tu sonar, qué dulce era!

La gaita del pastor en la colina
lloraba las tonadas de la tierra,
cargadas de dulzuras,
cargadas de monótonas tristezas,
y dentro del sentido
caían las cadencias,
como doradas gotas
de dulce miel que del panal fluyeran.

La vida era solemne;
puro y sereno el pensamiento era;
sosegado el sentir, como las brisas;
mudo y fuerte el amor, mansas las penas,
austeros los placeres,
raigadas las creencias,
sabroso el pan, reparador el sueño,
fácil el bien y pura la conciencia.

 

 

 

José María Gabriel y Galán

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